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miércoles, 2 de mayo de 2012

EL CEMENTERIO DE LOS LIBROS OLVIDADOS.


Todavía recuerdo aquel amanecer en que mi padre me llevó por primera vez a visitar el Cementerio de los Libros Olvidados. Desgranaban los primeros días del verano de 1945 y caminábamos por las calles de una Barcelona atrapada bajo cielos de ceniza y un sol de vapor que se derramaba sobre la Rambla de Santa Mónica en una guirnalda de cobre líquido.

- Daniel, lo que vas a ver hoy no se lo puedes contar a nadie advirtió mi padre-. Ni a tu amigo Tomás. A nadie.

- ¿Ni siquiera a mamá? -inquirí yo a media voz.
Mi padre suspiró, amparado en aquella sonrisa triste que le perseguía como una sombra por la vida.

-Claro que sí -respondió cabizbajo-. Con ella no tenemos secretos. A ella puedes contárselo todo.

Poco después de la guerra civil, un brote de cólera se había llevado a mi madre. La enterramos el día de mi cuarto cumpleaños. Sólo recuerdo que llovió todo el día y toda la noche, y que cuando le pregunté a mi padre si el cielo lloraba le faltó la voz para responderme. Seis años después, la ausencia de mi madre era para mí todavía un espejismo, un silencio a gritos que aún no había aprendido a acallar con palabras. Mi padre y yo viviamos en un pequeño piso de la calle Santa Ana, junto a la plaza de la iglesia. El piso estaba situado justo encima de la libreria especializada en ediciones de coleccionista y libros usados heredada de mi abuelo, un bazar encantado que mi padre confiaba en que algún día pasaría a mis manos. Me crié entre libros, haciendo amigos invisibles en páginas que se deshacían en polvo y cuyo olor aún conservo en mis manos. De niño aprendí a conciliar el sueño mientras le explicaba a mi madre en la penumbra de mi habitación las incidencias de la jornada, mis andanzas en el colegio, lo que había aprendido aquel día...No podía oír su voz o sentir su tacto, pero su luz y su calor ardían en cada rincón de aquella casa y yo, con la fe de los que todavía pueden contar sus años con los dedos de las manos, creía que si cerraba los ojos y le hablaba, ella podría oirme desde donde estuviese. A veces, mi padre me escuchaba desde el comedor y lloraba a escondidas.

-Daniel, lo que vas a ver hoy no se lo puedes contar a nadie. Ni a tu amigo Tomás. A nadie.
Un hombrecillo con rasgos de ave rapaz y cabellera plateada nos abrió la puerta. Su mirada aguileña se posó en mí, impenetrable.
-Buenos días, Isaac. Éste es mi hijo Daniel. -anunció mi padre -. Pronto cumplirá once años,y algún día él se hará cargo de la tienda. Ya tiene edad de conocer este lugar.
El tal Isaac nos invitó a pasar con un leve asentimiento. Una penumbra azulada lo cubría todo, insinuando apenas trazos de una escalinata de mármol y una galería de frescos poblados con figuras de ángeles  y criaturas fabulosas. Seguimos al guardián a través de aquel corredor palaciego y llegamos a una gran sala circular donde una auténtica basílica de tinieblas yacía bajo una cúpula acuchillada por haces de luz que pendían desde lo alto. Un laberinto de corredores y estanterias repletas de libros ascendía desde la base hasta la cúspide, dibujando una colmena tramada de túneles, escalinatas, plataformas y puentes que dejaban adivinar una gigantesca biblioteca de geometría imposible. Miré a mi padre, boquiabierto. Él me sonrió, guiñandome el ojo.

- Daniel, bien venido al Cementerio de los Libros  Olvidados...

La Sombra del Viento. Carlos Ruiz Zafón.

MARPIN Y LA RANA

6 comentarios:

efa dijo...

reminiscencia Borgiana, sin duda.
me quedé con ganas de una continuación...
Salud

Pilar Abalorios dijo...

Solo por ese fragmento esa novela lo vale casi todo, gracias por rescatarlo para todos.

Mª Pilar dijo...

He leido la novela, y conforme iba leyendo me decía a mi misma ¡Esto lo he leido yo en algún sitio, hasta que vi al autor.
Mucho me gusta a mi Ruiz Zafón.

Un abrazo

Pilar

Sergio dijo...

Sólo por el título ya sabía de dónde venía ese inolvidable fragmento.

Anónimo dijo...

Tomo nota del autor. Gracias.

Anónimo dijo...

Me encanta