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domingo, 15 de septiembre de 2013

PASÓ UNA VEZ.




Ella tenía miopía magna y unos ojos muy dañados por dentro, aunque por fuera, eran grandes y bonitos.  Estaba embarazada de ocho meses. Usaba lentes de contacto para la calle, pero en casa, se ponía sus gafas de culo de botella. Ella, que siempre había sido delgada y bastante atractiva, ahora estaba muy  gorda y el embarazo había hecho estragos en su físico. Se notaba en el pelo y la piel. Pero lo más preocupante eran los ojos. Su oculista tenía miedo al momento del parto, y a como podía afectar a su deteriorada visión.
Ese día, como tantos otros, él se había marchado  y no daba señales de vida. Cuando eso ocurría, ya sabía lo que le esperaba. Tocaba un día de angustia, pendiente de la puerta, para ver si venía, y sobre todo, cómo venía. Si llegaba la noche y la madrugada, no se apartaba del teléfono. Temía no sin razón que en cualquier momento sonara y le dieran la fatal noticia:  que se había matado o había matado a otras personas por conducir bebido. A veces él llamaba. Para decirle que no iba, porque estaba con sus eternos e inexistentes negocios y echarle en cara mil cosas, entre las que -invariablemente- estaba que no ganaba el dinero suficiente.  Era difícil entender su lenguaje estropajoso y deshilvanado, pero no era fácil entender sus intenciones: humillarla hasta dejarla tocada y hundida, como en los juegos de los barcos. Como aquella vez que tuvo la bondad de llamar para decirle que estaba en grata compañía en un burdel, mientras su hijo de apemas diez o doce años lo oía todo y acudía a consolarla. 
Su madre vino a verla, y la encontró en un estado lamentable.
 - ¿Otra vez? preguntó sabiendo la respuesta. 
 - Sí, mamá, otra vez. Generalmente mentía al respecto, pero esta vez, ni pudo ni supo.
La madre no quiso dejarla sola. Como en la canción de Sabina, les dieron las diez, y las once y las doce. Ni rastro de él.
Avanzaba la noche. 
- ¿Porqué no te acuestas? Se te ve muy cansada. 
- No puedo, mamá.
La puerta. Unos  pasos vacilantes. Miradas muy serias, quizá de odio en algún rostro. No hacía falta preguntar qué había pasado,  era evidente. Se olía su aliento a alcohol desde el pasillo. 
- Me voy, anunció él. Esta vida contigo es una mierda. No me importas...y bla, bla, bla.   Lo de siempre. ¿Acaso iba a ser diferente esta vez?
La madre intervino. ¿Pero no ves como está? ¡Que está esperando un hijo tuyo! ¿Es que no tienes ni una pizca de humanidad? 
El entró al dormitorio y cogió dos camisas y algo más, lo que hacía siempre. Ella, con los ojos hinchados, se secaba las lágrimas. Una mirada más de él y una frase demoledora: ¡Joder, qué fea estás y más con las gafas! Y esa frase se queda ahí, flotando en el aire, clavada para siempre. No por las palabras, que bastante le importaba a ella estar fea o guapa. Por la intención. 


A la madre se le nubla la vista y lo ve todo rojo. ¡Hijo de puta! Y se va para él. Ella, como puede, se levanta y se pone en medio. ¡No, mamá, no! El, aprovecha el momento y se va todo lo deprisa que la torpeza de la intoxicación etílica le permite.  Se deja las llaves. Ella se agrarra la tripa y sigue llorando.
Diez minutos después, suena el timbre. La madre mira por la mirilla, y lo ve tambaleándose en el descansillo.
¿Qué quieres ahora? ¿No has hecho ya bastante daño? ¡¡¡Dejala en paz!!!
- Dame 2.000 ptas que me lo he gastado todo en el Bingo y no tengo para comer,

Soy Manuela 
Y esta es parte de mi vida

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Él pasándolo bomba y contento y tú...
Besitos de Tere

Anónimo dijo...

Sólo cuando el amor es ciego se aguanta durante años a un hombre degenerado y sin escrúpulos.
Mary
Baeza.