EL BLOG COMPARTIDO

lunes, 23 de agosto de 2010

Colaboraciones: Un magnífico relato de TETE


 NADANDO EN RECUERDOS


Tomás estaba de pie en el patio de su casa mirando la fachada. Era parecida a la mayoría de casas del pueblo, de una planta, con amplias ventanas y techo inclinado.  Las grietas que empezaban a aparecer en la parte de arriba le preocupaban un poco. La casa era de piedra natural, no como las viviendas que se hacían ahora; con paredes finas como el papel de fumar y con varios pisos, para que viviesen quince o veinte familias en un mismo edificio. Aquello siempre le pareció antinatural. Estaba bien para las abejas y las hormigas, pero no para los hombres.
-         Hola Tomás.
-         Buenas Manuel.
-         ¿Has hablado con el alcalde?
-         No, ¿por?
-         Ha dicho que vayamos para su casa, que se le ha ocurrido una cosa.
Manuel era un hombre bastante  joven. Tomás se llevaba bien con él más que con cualquier otro en el pueblo, por ser sus edades semejantes.  Aunque tampoco había mucho donde elegir, ya que solo quedaban en todo el pueblo cinco almas. Manuel había sido pastor, y seguía viviendo en aquella casita minúscula a la salida del pueblo, aunque ahora pudiera escoger otra casa. Había nacido en el pueblo, se había criado allí y nunca había salido fuera. Era tan feliz recordando su antigua vida, su ganado y los tiempos mejores, que nunca quiso irse.
 Juntos fueron andando por la calle principal, en otro tiempo concienzudamente adoquinada, ahora llena de arena, tierra y flora. Pasaron al lado del viejo bar, abandonado a su suerte, y de la escuela medio hundida. Al final de un camino se podía ver la iglesia, quizás una de las cosas que mejor aguantaban el paso del tiempo. Decidieron entrar en la pensión para avisar a Maura del deseo del alcalde.
Maura había disfrutado de ocho meses y veinticuatro días de casada antes de quedar viuda en la guerra. Se encontró con que sabía coser y bordar pero que no tenía ni idea de cómo sobrevivir sin un hombre que llevara el dinero a casa. Casarse de nuevo estaba descartado, estando tan vivo el recuerdo de su Alfonso, así que mando levantar muros en su enorme casa y la habilitó como pensión.  Ella misma se encargaba de las habitaciones y de servir tres comidas diarias. Sus atenciones, y el hecho de que hubiera que recorrer muchos kilómetros por carreteras en malas condiciones para llegar a otro alojamiento, hicieron que tuviera relativo éxito, alojando a transportistas y comerciantes, con lo cual se labró una pequeña fortuna nada desdeñable. Un día cogió un tren y se fue a pasar unos días a la ciudad. Cuando volvió, lo hizo conduciendo un Land Rover color tierra  que había comprado con su dinero, y enseñándole a cualquiera que se lo pidiera su permiso de circulación. A los mayores del pueblo les parecía inmoral ver conduciendo a una mujer, y alguno llego incluso a llamar a la guardia civil, para que detuvieran a aquel peligro público. Ahora aquel Land Rover era el único coche que quedaba en el pueblo. Su esqueleto desecho por el oxido llevaba más de dos décadas en el mismo sitio, con las ruedas cada vez mas hundidas en el barro. Las mismas dos décadas que ningún huésped había entrado a alojarse en la pensión.
 A Maura se le ilumino la cara cuando vio a dos siluetas cruzar el umbral de su puerta, deseosa de ofrecer a los viajeros un par de habitaciones con sabanas limpias y un plato de albóndigas. Cuando su mirada cansada distinguió los rostros familiares de sus vecinos, se llamo a si misma vieja tonta.
-         Buenas tardes Maura –dijo Manuel-.
-         Buenas muchachos. ¿Qué os trae por mi casa
-         El alcalde, que quiere hablar con todos en el ayuntamiento.
-         ¿Y qué quiere ahora el pobre infeliz? –contesto ella con sonrisa pícara-.
Los hombres rieron la ocurrencia de la anciana y le ofrecieron cada uno un brazo para que se apoyara en ellos al andar, lo cual ella rehusó diciendo que no era un ministro, y no necesitaba escolta. Ni siquiera acepto la ayuda cuando tuvieron que pasar por encima de unos gruesos troncos podridos, que habían llegado a la mitad de la calle y que nadie había podido recoger.
Llegaron al ayuntamiento, que se comunicaba con la casa del alcalde de tal forma, que no se sabía donde empezaba uno y terminaba la otra. Encontraron casi en la puerta a Rodrigo, que venía en sentido contrario al de ellos, puesto que vivía en el otro extremo del pueblo. A pesar de lo pequeño de la comunidad, no le gustaba demasiado hablar con nadie. Desde que su familia había abandonado la enorme casa de dos plantas construida por su padre, se había vuelto huraño y taciturno. No hubiera tenido problema en mudarse con su familia, pero se negó a dejar la casa y las tierras sin su férreo control y supervisión, aunque donde antes pastaban vacas y toros bravos, ahora solo pastaban caracoles.
El alcalde los esperaba dentro. Había ocupado ese puesto muchísimo tiempo, y pasaba los días recorriendo el pueblo, anotando mentalmente todas las cosas necesitadas de cambio o mejora, para recobrar la importancia que había tenido hacia tiempo. Era incapaz de asimilar que todo aquello se había acabado ya. Apenas habían entrado todos empezó a hablar con prisa y aturullo
-         Hola, mirad, yo he estado pensando, y hay un par de cosas importantes que habría que hacer. El mercado se tiene que abrir otra vez, que no hay verduras ni carne ni nada. Y yo estoy viendo que un pueblo sin misa, como que no, que parece que no es pueblo. Yo creo que si viniera un cura, pues sería otra cosa. Yo le voy a escribir a al señor obispo, que mande aquí a alguien, que también tenemos derecho, digo yo.
Aquello era básicamente lo que los demás esperaban que fuera a decir. Se había convertido en una tradición hacer aquella reunión cada cierto tiempo. El hombre intentaba devolver la notoriedad de antaño a aquel montón de casas viejas.
-         Señor Alcalde, - intervino Manuel- yo no sé si el señor obispo le va a poder hacer caso a usted. Porque mandarnos aquí un cura, que estamos cinco…
-         Y yo no voy a misa –apostillo Rodrigo-.
El alcalde seguía mostrando aplomo ante el desanimo de sus vecinos. Básicamente, no los escuchaba. Maura puso su granito de arena.
-         Yo no sé para que nos hace falta el mercado, si con lo que tenemos aquí nos sobra.
-         ¡Pues para que venga más gente!
Era una de las frases típicas del alcalde. Maura se encaró con él.
-         ¿Pero quién va a querer venir a este pueblucho? Si aquí vivimos nosotros es porque era nuestro de antes. ¿Quién va a venir ahora?

-         Nadie, hasta que no arreglemos la carretera. ¿Quién va a bajar hasta aquí, estando la carretera nueva tan grande y tan ancha? Tenemos que arreglar esta, ponerle otra vez sus vallas y sus señales, y que quepan dos carriles, para que unos suban y otros bajen, y…
En ese momento el alcalde guardo silencio, con la mirada perdida a través del hueco en la pared que hacía de ventana. Una carpa entro nadando a la sala, abriendo y cerrando la boca. Coleteo un poco a la derecha, y luego dio media vuelta y salió por donde había entrado. El alcalde parecía haber perdido todo su fuelle de golpe.
-         ¿No se acuerda, señor alcalde –dijo Maura, con tristeza- de que aquí ya no hay nada que hacer?
El alcalde guardó silencio. La reunión había terminado.
Los cuatro restantes salieron a la calle. Rodrigo se fue hacia su casa sin siquiera despedirse y Maura volvió a su pensión. Tomás y Manuel acordaron dar un paseo por la vieja carretera desde la que se accedía al valle donde se encontraban. Por el camino fueron observando los peces que nadaban sobre ellos, mientras  Manuel le decía a Tomás que era cada uno, distinguiendo los barbos, las carpas, las bogas y los lucios. Él los sabia distinguir, por las veces que los había pescado siendo pastor.
 Era muy difícil seguir el camino que salía del valle, puesto que todo estaba cubierto con fangos y arenas, pero conocían el camino muy bien, ya que lo habían recorrido infinidad de veces. La cuesta era muy empinada ahora por culpa de la erosión del agua, aunque en algunos tramos se distinguía el trazado de la carretera. Finalmente llegaron a su destino. Manuel y Tomás sacaron la cabeza del agua sin alterar la superficie calmada de esta. Desde allí podían ver el nuevo pueblo.
Como tantas otras veces se quedaron allí en silencio, recordando como un día cualquiera empezó a correr de boca en boca que iban a construir una presa para abastecer de agua a la provincia, y que aquello provocaría la inundación de todo el valle. En compensación por el pueblo perdido, otro nuevo en lo alto de la colina. La gente intento pelear por el antiguo pueblo, pero fue en vano. Después de toda una vida, se vieron obligados a hacer las maletas, recoger todos sus enseres y abandonar los viejos edificios de piedra para aceptar el nuevo piso que el gobierno le ofrecía. Finalmente el agua entro en el valle, y acabo cubriéndolo todo.
Pronto el agua mostró su enorme poder. Ahogo las plantas y los arboles, erosiono la piedra, pudrió la madera y oxido el metal. Pudo con casi todo. Pero, ¿que importaba el agua a aquellos a los que ni siquiera la muerte había apartado de su hogar?
Tomás y Manuel se quedaron allí hasta que el sol desapareció entre las colinas. Luego, se sumergieron para volver a casa.

 

6 comentarios:

Anónimo dijo...

Me ha gustado el relato.
Besos de Rosaura

Anónimo dijo...

Efectivamente es magnífico

Anónimo dijo...

Es un relato profundo, que dice sin decir, y estupendamente escrito.

Felicidades

Ana Carrascosa Enebro

Anónimo dijo...

Soy profesor de literatura. Es un relato digno de ser leido.

José Segado
Granada.

Anónimo dijo...

El relato mola mazo.
El roscas

Anónimo dijo...

Me has enamorado PLAS PLAS PLAS PLAS
A.